En Venezuela, ser periodista se ha convertido en un acto de valentía. Informar la verdad, cuestionar al poder, mostrar lo que otros pretenden esconder ha dejado de ser una labor profesional para convertirse en una acción de resistencia.
En el Día Nacional del Periodista, la fecha no es una celebración: es una conmemoración dolorosa de una profesión que ha sido cercada, criminalizada y perseguida.
Los periodistas en el país son detenidos, silenciados o forzados al exilio.
Una historia marcada por la censura
El periodismo venezolano no siempre fue tan vulnerable. Hubo un tiempo en que los medios eran plurales, las redacciones bullían con reporteros investigando sin miedo, y la prensa escrita, la radio y la televisión ofrecían múltiples voces. Sin embargo, la historia reciente cuenta otra cosa.
Desde el año 2002, con el golpe de Estado y el retorno al poder del expresidente Hugo Chávez, se consolidó un discurso de confrontación directa con los medios. Lo que comenzó como una batalla retórica se transformó en una política de Estado. La “hegemonía comunicacional”, concepto acuñado por voceros del oficialismo, fue avanzando a través del cierre de emisoras de radio, la retirada de concesiones, la compra de medios por grupos afines al gobierno, y el uso de instituciones públicas para perseguir a periodistas y ciudadanos.
En 2007, el gobierno decidió no renovar la concesión a RCTV, uno de los canales más antiguos del país, lo que significó un golpe directo a la libertad de expresión. Le siguieron más de 200 emisoras cerradas en años posteriores. La Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel) se convirtió en el brazo ejecutor de estas políticas.
En paralelo, medios impresos como Tal Cual, El Carabobeño, El Nacional y muchos otros vieron mermar sus operaciones por falta de papel, controlado por el Estado, o fueron obligados a migrar al formato digital. A estos obstáculos materiales se sumaron las presiones judiciales, como las multas desproporcionadas o las demandas por “difamación” provenientes de altos funcionarios.
Internet también bajo vigilancia
Con la censura de medios tradicionales, el periodismo encontró en internet un espacio alternativo. Nacieron portales como Efecto Cocuyo, El Pitazo, Armando.Info, Runrun.es, entre otros, que comenzaron a narrar con profundidad las violaciones a derechos humanos, la corrupción, y la crisis humanitaria. Pero pronto, también fueron blanco del poder.
Páginas web bloqueadas por los principales proveedores de internet del país, ataques informáticos, amenazas a sus redactores y campañas de desprestigio se convirtieron en el pan de cada día. Según el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS Venezuela), para el año 2024, más de 150 sitios de información estaban bloqueados total o parcialmente en el país, incluyendo El Carabobeño.
Además, la autocensura creció. Ante el miedo a represalias, muchos periodistas se vieron obligados a abandonar investigaciones o recurrir al anonimato.
16 periodistas presos
A junio de 2025, 16 periodistas permanecen privados de libertad en Venezuela, según documentación de IPYS Venezuela. Ocho fueron arrestados este año, seis durante 2024 y uno desde 2022. La mayoría han sido detenidos por ejercer su trabajo, compartir contenido crítico en redes sociales o cubrir protestas. Todos enfrentan acusaciones como “terrorismo”, “incitación al odio” o “difusión de noticias falsas”.
Estos son:
Carlos Julio Rojas, periodista y activista social, detenido en abril de 2024, acusado de terrorismo y magnicidio.
Nakary Ramos y Gianni González, reportera y camarógrafo de Impacto Venezuela, arrestados en abril de 2025.
Carlos Marcano, periodista y profesor universitario, detenido en mayo de 2025 y mantenido en desaparición forzada durante días.
Rory Branker, de La Patilla, detenido en febrero y en condición de desaparición forzada.
Juan Francisco Alvarado, estudiante de Comunicación Social, arrestado en marzo de 2025 por publicaciones críticas.
Luis López e Ismael González, detenidos en junio por presunta incitación al odio.
Julio Balza, periodista del equipo de Comando con Venezuela, desaparecido desde enero tras cubrir una concentración opositora.
Leandro Palmar y Belises Cubillán, detenidos en enero en Maracaibo mientras cubrían una protesta.
Ramón Centeno, preso desde 2022, en condiciones de salud críticas y sin acceso adecuado a tratamiento.
Biagio Pilieri, periodista y dirigente político, detenido en agosto de 2024 y acusado de terrorismo y traición a la patria.
José Gregorio Camero, reportero comunitario de Guárico, arrestado tras difundir denuncias vecinales.
Roland Carreño, periodista detenido en julio de 2024, aún sin juicio justo.
Joaquín De Ponte, de Guárico, arrestado brevemente el 30 de julio de 2024 y luego liberado, pero con causa judicial abierta.
Estas detenciones, en su mayoría ejecutadas sin orden judicial, en audiencias telemáticas sin abogados privados, y con imputaciones genéricas, constituyen una política de Estado para intimidar y castigar la labor periodística. Varias de estas personas siguen incomunicadas o en condiciones precarias, y sus familiares y defensores no han recibido respuestas claras del Estado.
Exilio, censura y miedo: el precio de informar
Muchos periodistas no esperan a ser apresados. El exilio se ha convertido en otra forma de supervivencia profesional. Según la organización Espacio Público, al menos 400 comunicadores han abandonado Venezuela en la última década. Algunos lo han hecho tras recibir amenazas directas, otros después de ver cerrados sus medios o de ser citados ante tribunales por publicar investigaciones incómodas. Muchos partieron con lo mínimo, dejando familia, hogar y proyectos truncados.
“Salí con una mochila y el disco duro de mis investigaciones”, contó a Espacio Público un periodista desde Colombia que pidió el anonimato. “En Venezuela no solo me cerraron el medio, también me citaron en tribunales y amenazaron a mi familia”.
El testimonio no es aislado. Varios comunicadores relatan haber tenido que abandonar su país de un día para otro, alertados por colegas o abogados sobre órdenes de captura inminentes. Algunos han solicitado asilo político; otros viven en situación migratoria irregular, trabajando en oficios que poco tienen que ver con su vocación.
Y, aun así, muchos de ellos siguen informando. Desde el exilio, periodistas venezolanos han fundado portales digitales, colaboran con medios internacionales, y continúan documentando lo que ocurre en su país. Hacen seguimiento a causas judiciales, denuncias de corrupción, y a la crisis humanitaria, conectándose con fuentes dentro de Venezuela a través de redes cifradas, mensajes de voz o testimonios anónimos.
El exilio, sin embargo, también tiene un costo emocional. La distancia, la inestabilidad económica, el duelo por lo perdido, y la imposibilidad de regresar sin represalias, afectan el bienestar de quienes, incluso lejos, siguen siendo blanco del poder. Las campañas de descrédito contra periodistas exiliados —desde cuentas afines al gobierno o a través de voceros oficiales— forman parte de un intento por silenciar también la voz que cruza fronteras.
“No me fui por cobardía”, decía otro comunicador en una entrevista reciente. “Me fui para poder seguir contando lo que pasa”.
Leyes para silenciar
El arsenal jurídico también ha sido minuciosamente diseñado para silenciar voces disidentes. La Ley Contra el Odio, aprobada en 2017 por la extinta Asamblea Nacional Constituyente, establece penas de hasta 20 años de prisión para quienes “inciten al odio” a través de medios tradicionales o digitales. La amplitud y ambigüedad del concepto ha permitido que esta norma se aplique contra cualquier expresión crítica, desde artículos de opinión hasta simples memes compartidos en redes sociales.
Periodistas, activistas, tuiteros e incluso ciudadanos comunes han sido procesados bajo esta ley, que carece de contrapesos institucionales y ha sido cuestionada por organismos internacionales como la CIDH y Human Rights Watch. Las acusaciones se sustentan muchas veces en capturas de pantalla sin contexto, interpretaciones subjetivas de titulares o publicaciones satíricas.
Además, el gobierno ha impulsado reformas a leyes penales y de delitos informáticos, incluyendo normativas sobre seguridad del Estado, delitos militares, y más recientemente, regulaciones sobre el uso de redes sociales. Estas medidas permiten castigar aún más severamente a quienes denuncien corrupción, represión o negligencia oficial, ampliando el margen de criminalización hacia cualquier expresión digital considerada incómoda para el poder.
El Proyecto de Ley contra el Fascismo, el Neofascismo y Expresiones Similares, propuesto en 2024, generó una nueva ola de alarma. Aunque aún no ha sido aprobado, su sola discusión legitima el uso del aparato legal para controlar la narrativa pública, limitando la libertad de expresión bajo la excusa de combatir el extremismo ideológico.
En este contexto, la censura no se ejerce únicamente desde los cuerpos policiales, sino también desde los tribunales, que operan con poca transparencia, sin garantías procesales y muchas veces sin permitir defensa privada a los periodistas imputados. El sistema judicial, lejos de garantizar derechos, se ha convertido en una herramienta más de persecución política.
ONG y organismos internacionales: una alerta constante
La situación ha sido ampliamente denunciada por organizaciones nacionales e internacionales. IPYS Venezuela, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (SNTP), Espacio Público, Reporteros Sin Fronteras, Human Rights Watch y la CIDH coinciden en que el Estado venezolano aplica una política sistemática de represión contra la prensa.
En 2024, se registraron más de 260 violaciones a la libertad de expresión, incluyendo detenciones, agresiones, amenazas y bloqueos de contenido. La CIDH ha otorgado medidas cautelares a varios periodistas venezolanos, mientras que la Relatoría para la Libertad de Expresión ha calificado estas acciones como violatorias del derecho a informar y del debido proceso.
Entre el silencio y la resistencia
La consecuencia directa de esta política es el silenciamiento de regiones enteras. Estados donde no quedan medios independientes, pueblos donde no hay acceso a información plural, comunidades donde lo único que se transmite son boletines oficiales.
Pero también hay resistencia. Periodistas que se reinventan, que publican desde el anonimato, que usan redes descentralizadas, que se apoyan entre sí. Que escriben aunque teman, que graban aunque los persigan, que cuentan aunque los quieran callar.
Este 27 de junio no es un día de aplausos ni de celebraciones. Es un día de memoria y denuncia. Un día para recordar a los que están presos, a los que han sido silenciados, a los que aún creen en el poder transformador de la verdad. Porque en Venezuela, ser periodista es ser testigo, es ser voz, es ser blanco. Pero también es ser esperanza.
(Con información de El Carabobeño)